Hace unos días, mientras leía uno de los capítulos de mi plan de lectura bíblico, experimenté que Dios me hablaba directamente a mi corazón, lo podía percibir. Fue mientras leía los versículos finales del capítulo 31 de Éxodo, especialmente los versículos 16 y 17 que dicen así:
16 Los israelitas deberán observar el sábado. En todas las generaciones futuras será para ellos un pacto perpetuo, 17 una señal eterna entre ellos y yo. En efecto, en seis días hizo el Señor los cielos y la tierra, y el séptimo día descansó.
El contexto amplio de esa pequeña sección es el mandamiento del Señor para el pueblo de Israel sobre guardar el sábado, o como lo conocemos hoy en día “El día del Señor”. No recuerdo cuándo, ni quién, ni en dónde, pero hace algunos años escuché la comparación de la vida humana con la figura de la semana y, al leer estos versículos, recordé lo que había escuchado (o leído). La comparación apunta a que, la semana, es una figura de la vida humana, que trabaja, vive, y se esfuerza por seis días y en el séptimo descansa y se refresca.
También me llamó la atención los números, seis y siete. Como sabemos, en las Escrituras, estos números tienen significados simbólicos importantes. El seis denota imperfección. El siete denota plenitud, cumplimiento, totalidad (o perfección). Tomando la figura de la semana, los números tienen muchosentido. Los afanes, los esfuerzos, el trabajo, la realización, la degustación de las cosas de la vida, aunque con buenas intenciones son buenas cosas, y sí, el Señor las permite como parte de nuestra vida, siguen siendo imperfectos. Con esto no estoy diciendo que hay que vivir una vida estoica, sin disfrute, sin esfuerzo, sólo estoy tratando de decir que tiene sentido que no tengan plenitud en sí mismas.
Así es nuestra vida, seis días de la semana en donde conquistamos muchas cosas, luchamos por muchas otras, en donde reímos, gozamos, disfrutamos, pero también lloramos, sufrimos; hay congoja y enfermedad, a veces muerte, perdemos, eventualmente también hay silencio, paz, reflexión, introspección, en fin, saben a lo que me refiero. Seis días de trabajo, que usualmente pueden terminar como dice en Génesis “y vio Dios que era bueno lo que había hecho”. Sí, al finalizar nuestras jornadas diarias, muchas veces podemos decir como el Señor, lo que se hizo y se vivió hoy, “fue bueno”. Pero sigue siendo imperfecto, sigue sin ser pleno.
Y llegó el séptimo día. Dios mismo paró el séptimo día y contempló y se degustó en su creación. Repito, el siete es un día de plenitud y de perfección. Cobra aún más sentido. Nuestra vida apunta a ese día en que eventualmente llegaremos al descanso, pero no para contemplar nuestra obra, sino para contemplar a aquel que nos vivifica, y nos santifica. El esfuerzo de los seis días de trabajo, o, en otras palabras, nuestra vida, tienen que apuntar invariablemente a la plenitud que es Dios mismo. Tienen que apuntar a vivir en él, a estar con él y permanecer en Él.
Esto me llevó a pedirle al Señor gracia para hacer vida esta realidad en mi propia vida. Que cada día de “la semana” (de mi vida pues), pueda vivir con el enfoque y con la dedicación de buscar la plenitud en él. Que cada decisión, que cada palabra y cada acción me lleven a buscarle a Él, la plenitud. También, me llevó a pedirle gracia a Dios para disfrutar de la semana en sí. De sí honrar el día del Señor. De parar y observar cómo he vivido a la luz del evangelio. De servirle a él individual y comunitariamente en culto y adoración. Sólo así, el descanso y el refrescamiento tienen verdadero sentido y plenitud.
Mientras continuamos nuestro peregrinaje hacia la morada celestial y santa, oremos para que el Señor nos permita ahondar en los misterios de su propio ser y que nos permita disfrutar aún más de su santa presencia.